domingo, 13 de octubre de 2013

Primera vista

El 273 es una buena opción para ir a Gorina, aunque sólo dos ramales llegan  hasta el sitio donde atiende Manuel, el curandero más famoso de La Plata. La parada del micro está a unas 5 cuadras de la fábrica abandonada, es un viejo galpón que funciona de oficina. El tumulto de gente guía el camino de curvas y asfalto viejo. Está claro que no hay opción de perderse. 
Montañas de troncos caídos, auto casi pegado con auto, motos, bicicletas, chinchulines en la parrilla y olor a frito dibujan la parte delantera del galpón. La puerta abierta invita a pasar. Al final del pasillo hay una mesa, allí están las dos chicas morochas con flequillo que entregan los números para ordenar los turnos para recibir la atención de Manuel.
Adentro del galpón hay cuatro puertas de madera de dos hojas. Una de las puerta  conduce a proveeduría de alimentos, ahí hacen las empandas fritas que las venden a tres pesos. Las otras tres puertas se mantienen cerradas, cada tanto se abre una. Salen algunas personas, entran otras. Hay veces que las consultas son individuales. Es cuestión de minutos. La segunda es el lugar elegido por Manuel para atender a la gente que se acerca. A puertas cerradas el curandero ayuda a todos. Sin precisión alguna, cada vez que se entreabre la puerta, se ven algunos santos ubicados en estanterías. La tercera puerta es una pequeña habitación que funciona de cocina destartalada y es el lugar para almorzar, un pequeño rectángulo lleno de artefactos, un televisor, una heladera, una mesa, sillas y posters. La cuarta puerta es un incógnito a descifrar.
Mientras tanto, la espera se torna amena, los bancos y las sillas están distribuidos a lo largo de la galería de piso gris y techo es de chapas sostenidas por troncos. Los niños y niñas juegan con los muñecos que están en el piso, mientras sus padres esperan ser atendidos. 
Las mascotas son dueñas del lugar. El gato marrón clarito da vueltas, el perro entra y sale, el loro está inmóvil en el pie de hierro sobre el que posa, lo único que parece hacer es cagar en el piso.
Entre cigarrillos y cajas de vino se monta el santuario construido para el Gauchito Gil, acompañado de banderas rojas en cada rincón. A simple vista el resto de los objetos distribuidos a lo largo y ancho de la galería no siguen patrón alguno: una balanza, dos equipos de música apagados, un sillón de mimbre, un lavarropas casi automático, banderas rojas, flores secas arriba de fuentones, bolsas de cementos y algunas cajas de cerámicos, bolsas de ropa, ropa tirada.

El sitio es acogedor pero sucio, oscuro y húmedo. Las cuatro ventanitas con cortinas de color azules y verdes no son suficientes para aclimatar el lugar. Realmente vale la pena llagar hasta allí para recibir su ayuda. Unos cortos cruces de palabras con el curandero dan cuentas de su efectividad.

Sofía Lezcano

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